En mi casa tampoco eran muy heavys, de todas maneras. Así que cuando el rock and roll volvió a llegar a mi (y le costó, porque le cerraron las radios y las teles y los escaparates bonitos de las tiendas), las melenas me ponían inconscientemente pero empecé por lo facilito. Quiero decir, de poco ruido a más ruido, del amor y las metáforas a la reivindicación social. Hice todo el camino, de una punta a la otra (y los que aún le quedan por brindarme a este tipo de música, lo sé), y me encontré pensando de "esos tíos ruidosos que no paran de cagarse en la hostia todo el rato" (esta vez sí, los punkis), que la verdad es que si los escuchabas iban llevando bastante razón.
Supongo que sabéis que a mucha gente le gusta y escucha rock and roll en todas sus vertientes. ¿No os habéis preguntado por qué, entonces, este tipo de música y la gente que la hace no está más presente en los medios de comunicación y en la vida social, al igual que quienes se mueven en el mundo del hip-hop, por ejemplo? Preguntárselo y responderse es uno: los dueños de los medios de comunicación no los quieren ahí. ¿Y por qué? Esta pregunta parece más difícil de contestar. Para ello, recurriré a este artículo sobre los grupos censurados en España en 2013. En él, explican que algunos de los motivos que se dieron este año para no dejar tocar a los grupos (en este caso los dieron políticos, pero ya sabemos que los intereses son los mismos) son, por ejemplo, "evocación de una práctica sexual" (Vucaque) o "transmitir mensajes contrarios a la Constitución" (S.A., Fermín Muguruza), como si tuviéramos 15 años o no fueran ellos los primeros en estarse pasando la Constitución por el arco del triunfo.
Mientras invisibilizan al máximo lo que no les interesa, los dueños de los grandes medios de comunicación (incluidos los gobiernos y en la práctica sus políticos), generan desde sus posiciones privilegiadas una imagen de la sociedad a medio camino entre DisneyWorld y un film de terror. Uno, para tener suerte, debe mantenerse en el lado Disney, por supuesto. Así, debemos intentar ser bellos, parecer (al menos) jóvenes, tener un trabajo a jornada completa y bien remunerado, hacer deporte, viajar por el mundo, ser moderados, tener buen aspecto, estar a la última en tecnología, etc, etc, etc. La bonita sociedad del bienestar en la que ya no vivimos nos ha asegurado un sofá rosado y una telenovela con palomitas. Navidades mágicas. Y qué coño, personas guapas. Por otro lado, todos sabemos de los grandes peligros que nos acechan y de los que constantemente somos prevenidos a través de los medios: robos, violaciones, asesinatos, paro, terrorismo...
El sistema de vida capitalista ha acabado con las antiguas comunidades en las que como parece, la vida se vivía de forma más común. Hoy en día se nos insta desde instituciones y puestos de trabajo a la carrera en solitario y al sálvese quien pueda bajo sus pautas. Nuestras vidas se pueblan de enemigos: el extranjero, el pobre, el diferente... y el igual que podría ocupar nuestro puesto bajo su sigilosa máscara amable (o no). Vuelvo ahora al tema de mis adorados melenudos, porque si lo he elegido para abrir este artículo es precisamente para explicar que comprendo bien que todos tenemos prejuicios. A mí me gusta una cosa y me desagrada otra, muchas veces, basándome solo en experiencias anteriores y encima en su mayor parte inconscientes. Incluso, he admitido que me costó llegar al punk.
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